jueves, 1 de mayo de 2014

Medida anti-crisis

—¿Verás el partido esta noche?— preguntó Elías desde su descapotable, a sabiendas de la respuesta.
—Hoy trabajo hasta tarde— respondió Nacho, desde la garita, tratando de ocultar su fastidio.
—Si consigues verlo, piensa que yo estaré allí— concluyó la conversación con un guiño y enseñándole lo que parecía ser una entrada.
—Usa la salida, ¿quieres?— sugirió Nacho.
No le oyó. No había terminado de decirlo cuando Elías arrancó violentamente, dejando una marca de neumático en el suelo. Tal como Nacho temía, salió de manera imprudente por la vía destinada a la entrada de vehículos del aparcamiento.

Porque allí es donde Nacho trabajaba. En la garita del aparcamiento. Un aparcamiento de un edificio residencial de clase alta.

Alguna mente lúcida propuso en la junta de vecinos que un vigilante podría ocuparse, entre otras cosas, de que la gente usase adecuadamente las vías de entrada y salida, lo cual no era costumbre para quienes preferían ahorrarse una vuelta entera al aparcamiento. Esto debería reducir el número de incidentes que resultaban en la reparación de coches muy caros. Con suerte amortizaría el gasto de mantener un vigilante para tal menester. Siempre y cuando su sueldo fuese lo bastante contenido.

“Hijos de mala madre”, pensaba Nacho. “A ellos siempre les ha ido bien. Como si lo tuviesen merecido. Como si tuviesen un carnet especial para ir por donde les place, aunque sea dirección prohibida, y decidir nuestro sueldo, y nuestro horario…”.

La trampa, sin embargo, estaba lista. Ese bastardo de Elías iba a ser quien solucionase su precaria situación. Tras el partido llegaría con dos copas de más, como siempre. Usaría la salida para entrar. Y allí estaría él, simulando la ronda de vigilancia, en el lugar preciso donde Elías debía causarle el daño justo para una generosa indemnización.

***


Ya no hay vigilante. La junta de vecinos lo aprobó por mayoría tras la muerte de Nacho por atropello. Ya es mala suerte, decían, que se encontrase justo en medio de los dos coches que colisionaron. 

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miércoles, 30 de abril de 2014

Los viejos

Agazapados entre arbustos, mientras el sol termina de esconderse detrás de la colina del santo, vemos cómo los viejos del pueblo se acercan a la hondonada de donde parece emanar la luz. Con su aire ausente, los ojos vidriosos y la mirada vacía, más parecen muertos levantados que viejos. Se diría que, además de la consciencia, también han perdido la sensibilidad. Se mueven mecánicamente. Como si caminar ya no fuese algo natural, como si hubiesen aprendido a hacerlo de nuevo. Alguno tropieza y, pese a lo aparatoso del su caída, se levanta sin el menor signo de daño o molestia. Pienso que, de haber sido mi abuelo el que hubiese sufrido esa caída, se habría roto la cadera. De hecho, el viejo al que me he quedado mirando embobado, tiene problemas para levantarse, pero no hay el menor dolor en su expresión. Simplemente algo se ha roto dentro de él y queda algo rezagado del grupo en el que iba, lo que me deja claro que no se están acompañando unos a otros. No van en grupo. Van juntos, sí, pero solo porque vienen del mismo sitio y se dirigen al mismo lugar. 
Tal escena me asusta de verdad. 

Otra parte de mí piensa que el cine debería haberme hecho insensible a algo como lo que estoy viendo, pero seguramente es al contrario. Si no estuviésemos tan contaminados de películas de terror y libros de ciencia-ficción, probablemente sentiría curiosidad por lo que está ocurriendo. Pero tengo verdadero miedo de que esta gente se haya convertido en algo parecido a un monstruo de película. Y aunque mi subconsciente debe estar luchando por evitarlo, el peor de mis temores está tomando el control de mis emociones. 

No tengo miedo de que me descubran. Y si me descubren, no tengo miedo de lo que puedan hacerme. 
Tengo miedo de ser uno de ellos.